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En un lugar donde los libros cuestan tanto

 

En un rincón del mundo —uno de esos que rara vez aparecen en los mapas— los libros cuestan tanto que uno termina por olvidarse de leer. No porque no se quiera, sino porque el hábito de la lectura, como todo músculo del alma, necesita ejercicio. Y en un entorno donde el papel encuadernado se convierte en un lujo, la gimnasia del pensamiento se atrofia.
Aquí, donde el saber tiene precio y los estantes de las librerías parecen vitrinas de joyerías, el acceso al conocimiento se vuelve un privilegio y no un derecho. Las bibliotecas públicas —si las hay— son pequeñas islas en un océano de necesidades más urgentes. Las iniciativas que en otros lugares florecen —bicicletas con libros, estanterías callejeras, ferias de trueque— aquí apenas se sueñan. Y cuando se sueñan, no siempre se concretan.
Antes era distinto. En mi generación, la lectura era colectiva: un libro pasaba de mano en mano como un pan recién horneado, compartido con avidez. Existían los «clubes de amigos», donde cada quien aportaba un tomo y entre todos armábamos nuestras pequeñas bibliotecas rodantes. Hoy, esa red se ha deshilachado. Vamos a las librerías y los precios nos devuelven, como un espejo, nuestra distancia con los libros.
Y sin embargo, resisten. Los libros siguen ahí, esperando. En papel —gorditos, fatigados, con notas manuscritas en los márgenes como pequeñas conversaciones secretas— o en pantalla, donde los lectores más viejos, como yo, nos movemos con cierta torpeza entre teclas y flechas, con la esperanza de no borrar nada por accidente.
Nos dicen que hay alternativas. Crear nuevos clubes de lectura comunitaria, volver al trueque, construir bibliotecas en escuelas o rincones de almacenes, recuperar el valor de dejar un libro para que otro lo encuentre. Explorar los libros digitales —aunque nuestras retinas prefieran el papel—, convocar campañas locales, invitar al municipio, a las escuelas, a las casas culturales a sembrar libros como se siembran sueños.
Porque sí, dicen que el conocimiento compartido transforma comunidades. Y aunque a veces cueste creerlo, la lectura aún puede ser una forma de resistencia, de encuentro, de ternura.
Pero claro, eso es más fácil decirlo que hacerlo cuando uno ya no tiene veinte, cuando la energía flaquea y la tecnología no es nuestra aliada. Para muchos de nosotros, los lectores del tiempo de ñaupa, no es tan sencillo cambiar el papel por la pantalla. Nos sentimos exiliados en este nuevo mundo sin márgenes ni olor a tinta.
Entonces, ¿qué nos queda? Volver a las bibliotecas, caminar hacia las librerías como quien va a un templo, o encender la laptop con fe, con miedo y con esperanza. Que sea lo que Dios quiera. Que los libros —de papel o de píxeles— nos encuentren.
ARÓN VIERA

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