Momo tiene su origen en una deidad de la mitología griega, cuyos atributos mezclan el sarcasmo, la ironía, la crítica sin filtro y la burla mordaz.
Carismático y desobediente, Momo era considerado asimismo el dios de los poetas y narradores, entendido como un relámpago de lucidez, pero también de locura y éxtasis.
Momo tuvo que rendir cuentas por su faceta grotesca y burlona. Sus críticas incisivas hacia otras divinidades, especialmente Hefesto y Afrodita, le valieron la expulsión del Olimpo.
Su descenso del Monte Olímpico reforzó la condición errática de la divinidad y un vínculo más estrecho con lo popular: Momo mantenía sus cualidades divinas, pero entre todos los dioses era posiblemente el más humano.
Se lo representaba con una máscara y su presencia era sinónimo de transgresión, caos y excesos. A pesar de su naturaleza ciertamente festiva, en su desmesura Momo abría un portal hacia lo desconocido. Muy pocos ‘mortales’ se atrevían a traspasar esta frontera.
Los carnavales, en efecto, fueron concebidos para satisfacer aquel apetito de ‘experiencia límite’: por un momento, una vez al año, se suspendían las normas y desaparecían los límites. Mujeres y hombres en pleno trance se cubrían con plumas y antifaces, danzaban y jugaban «a ser dioses». Desafiante, Momo construía con los mortales su propio imperio: una suerte de Olimpo multicolor y onírico.
Año tras año se elige un representante para encarnar al rey Momo. Sus características varían según las peculiaridades culturales de cada región geográfica.