Me miraban desde lo alto, con túnicas invisibles de virtud. Ellos, los inquebrantables. Los incorruptos. Esos que hablaban con voz de bronce y rostro de mármol. Yo los admiraba… o quizás me aferraba a ellos como quien se aferra a la idea de que aún queda algo puro en este mundo.
Pero el tiempo —ah, ese viejo traidor— termina por revelar lo que el resplandor esconde. Y descubrí que los sacrosantos también tienen bolsillos. Profundos. Inagotables. Que tras cada gesto intachable hay una factura. Que el cristal no era transparencia, sino una capa fina, frágil, sobre un barro espeso de intereses.
No culpo su caída, ¿sabés? Culpo mi esperanza.
CAMACA