


Cada vez más mujeres que rondan los sesenta años —separadas, independientes y volcadas al cuidado de hijos y nietos— eligen vivir en soledad afectiva. Caminan, se cuidan, hacen ejercicio, persiguen una vida activa, pero cierran la puerta del alma al amor de pareja. ¿Por qué? ¿Es renuncia, libertad o una forma distinta de deseo? Una mirada íntima a un fenómeno silencioso que crece.
DESDE AQUEL ACTO DE VALENTÍA, LA SOLEDAD ACTUAL
Hay mujeres que llegan a los sesenta con una biografía que podría escribirse con la tinta de la resiliencia. Fueron madres, abuelas, trabajadoras, sostén emocional de varios hogares a la vez. Levantaron casas, familias, sueños ajenos. Se separaron tarde, cuando ya no quedaban fuerzas para seguir sosteniendo lo insostenible o cuando, simplemente, descubrieron que la vida les debía un acto de valentía.
Desde entonces, sus días giran alrededor de los hijos y, más tarde, de los nietos. La agenda afectiva está copada, cumpleaños, meriendas, idas al médico, tareas escolares, complicidades de sobremesa. Y sin embargo, en ese torbellino de amor familiar, ellas mismas quedan siempre para “después”.
Caminan, hacen gimnasia, comen sano, se cuidan como si cada gesto fuera una manera de permanecer en el mundo. Pero esa vitalidad que ponen en el cuerpo no siempre coincide con la que conceden al corazón. Cuando alguien pregunta si no piensan en tener otra pareja, responden con una sonrisa que evita profundidades. Dicen que no, que están bien así. Pero nadie termina de saber si es convicción, costumbre o miedo.
POR QUÉ NO ADMITEN OTRO HOMBRE EN SUS VIDAS?
Las respuestas son múltiples, y todas humanas. Algunas han vivido tanto que ya no desean volver a negociar la libertad que conquistaron. Otras temen repetir historias que dolieron. Muchas sienten que cualquier relación implicaría volver a cuidar a alguien más, cuando en realidad anhelan —aunque no siempre lo admitan— que alguien cuide de ellas.
Y están también las que sí tienen deseos y sueños, pero no encuentran un marco donde desplegarlos. O no saben por dónde empezar después de décadas dedicadas a otros. Como escribió la filósofa francesa Simone de Beauvoir, “no se nace mujer: se llega a serlo”. Tal vez este sea el momento en que están llegando a serlo de un modo nuevo.
Lo cierto es que estas mujeres viven solas, pero no necesariamente viven en soledad. Su mundo afectivo es abundante, aunque profundamente asimétrico. Aman mucho hacia afuera, y poco hacia adentro. La vida las entrenó para ser faro, nunca para ser puerto.
Sin embargo, detrás de esa aparente renuncia late algo más complejo: una búsqueda silenciosa de dignidad. No quieren un compañero “por no quedarse solas”. No quieren un amor de utilería. No quieren repetir el libreto. Si el amor ha de llegar —parecen pensar— que llegue sin pedir disculpas, sin reducirlas, sin ocupar un lugar que ellas conquistaron tarde pero con fuerza.
Y si no llega, que las encuentre libres.
AQUILES FLORES CORRALES

