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Las sandalias del pescador.

Gisleno se había criado en los montes, junto al río. Sabía de plantas y de
animales, de lagunas y de peces, de piques, de cardúmenes. Olfateaba los
bagres en el aire cuando llegaba al pesquero decía, “aquí me planto”, y se
llenaba de pescado.
Pero, si bien Gisleno era fino para el olfato, era bastante “grueso” en cuanto
a mugre, a “jedentina”. Dos por tres escuchaba cerca suyo.
¡Como hieden esas patas!
-¡Está bravo el caldo de gato!
– Hay que aprentar los diarios, canilla!
– Fuerte de alas ese avión.
Gisleno sufría con eso, y por más que se bañara, quedara una mañana
entera en remojo, se ponía a caminar, y no había de desodorante en barra,
crema o aerosol. Sus gládulas sudoriparas, eran de no creer…
Y si fuerte era de sobacos, sus extremidades inferiores no se quedaban
atrás. Para colmo el pescador usaba unas sandalias de plástico, que de tanto
andar largaban un olor fuerte y penetrante.
Un día, cansado de las burlas, preocupado también por su situación, ya que
ninguna mujer le sostenía una charla, repingaban la nariz y se iban.
Entonces, decidió inventar sus propias armas para combatir el flajelo
patifero y axilar, que lo diezmaba ante la consideración popular y el cariño
femenino.
Combinó con una paciencia franciscana hierbas aromáticas. Su banco de
prueba eran sus sandalias. Cada vez que lograba un perfume más o menos
lo derramaba sobre las mismas. Se desilusionaba pronto porque fracasaba
sin parar, pero, cuando afloraba de nuevo el tufillo se decidia y volvía a
experimentar.
Las sandalias del pescador eran famosas en Puntas del Sauce Verde. Por
eso, Gisleno redoblaba su esfuerzo para conseguir la fórmula mágica que lo
liberara de su cruz.
Una vez probando, combinando, en su laboratorio de campaña (tres frascos
de café vacios, un vaso tipo pipeta que no usaba más, una curuya como
mechero), un pequeño incendio le quemó las manos. Desesperado las metió
en unas vasijas que tenían jugo de karaguatá machacado y rociado con
aceite de mio-mio inventado por él.
Sumergió sus manos un rato largo mientras recorría el diccionario de todas
las malas palabras habidas y por haber. Con gran asombro notó que a
medida que pasaba el tiempo sentía un gran alivio. Quitó las manos, se las
miró, y comenzó hacer tortitas de manteca para mamita que…
Las manos se le habían curado con impresionante rapidez y se le habian
borrado las cicatrices. Hasta la mugre de dias que tenia debajo de las uñas
habian desaparecido. Descubrió Gisleno que su bálsamo era anti inflamatorio
(tiempo después, cuando era famoso el bálsamo, una chica le
pediría que le desinflamara un problema, a lo que Gisleno le debió señalar
que su bálsamo era anti inflamatorio pero que no quitaba embarazos, pero
esto, ahora, no viene al caso).
Las sandalias del pescador, en tanto, seguían allí, firmes, hediendo como
nunca, pero ahora, a Gisleno poco le importaba, estaba entusiasmado con
su bálsamo. Descubrió que incidía sobre la mente y el ánimo, ayudaba a la
relajación, a la circulación de la sangre (bien frotado) y era un poderoso, y
comprobado, afrodisíaco.
– ¿Estás seguro de eso?
– Como no, es solo pasarle al gallo un poquito por el pico, sea de noche o
de día, en invierno o en verano y sale detrás de la gallina como quemado
por aceite…
Dándole vuelta al asunto Gisleno siguió experimentando, buscando, su
cura-pata, cura-axila, fue descubriendo fragancias frescas vigorizantes,
cremas para masajes corporales. Combinó y obtuvo esencia de sándalos, de
jazmín, de palo de rosa, de romero y de enebro. Con unos agregados puesto
en aguas calientes le producían espumas, lociones, en tres versiones:
sensual, relajadora y vigorizante.
La clientela le crecía y crecía, sin cesar. Parecía un Rey Midas, hierba que
tocaba la transformaba en oro.
El día más triste de su vida fue cuando combinando damasco con jugo de
coronda y de quebracho, tres ramitas de arrayanes y esencia de Ibirapitá,
mezclado con cactus, jazmín del país, azucenas y margaritas, logró el
perfume ideal que borraba todo olor de axilas y de los pies. Se bañó, se
puso en las axilas y en los pies esa fragancia embriagadora que se
expandía. Pero, cuando el pescador fue a buscar sus sandalias, un cachorro
de Doberman que le habían regalado, se las había destripado.
Gisleno nunca pudo saber si lo que había descubierto le hubieran quitado el
mal olor.
Aunque han pasado los años, en Puntas del Sauce Verde todavía quedan
las mentas de las sandalias del pescador…

Carlos María Cattani
– CAMACA –

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