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El loco del altillo que vivía en el sótano

 

 

Durante años, en la esquina de la calle Guayaquil y Doblas Caballito, se habló en voz baja —con ese tono que mezcla burla y misterio— del loco del altillo. Lo llamaban así, sin nombre ni apellido, como si hubiera nacido entre los trastos que asomaban por la ventana superior de aquella casa antigua y despintada, casi vencida por el tiempo.

Los vecinos juraban haberlo visto espiando desde allá arriba, como un vigía polvoriento, siempre a la misma hora, con una taza de algo que parecía café y una mirada que no se posaba en nadie. “Debe de estar loco”, murmuraban, “vive en el altillo, con las ratas y los fantasmas”.

Pero había algo que no encajaba del todo.

Porque aunque todos lo creían allá arriba, desde el subsuelo de la casa emanaba una mezcla persistente de olor a humedad y café rancio, como si alguien estuviera acampando debajo de la tierra con una cafetera vieja. Algunos repartidores aseguraban que las luces del sótano nunca se apagaban. Incluso una vez, el joven que traía las botellas de soda se juró a sí mismo no volver: “Algo me respiró desde la rendija”.

Fue recién cuando me mudé a la casa de al lado — «La pensión de Juan» o la de «El Entrerriano», fue cuando decidí comprobar por mí mismo la verdad. Fue por un gato, o por una gotera; no recuerdo con exactitud. Lo cierto es que toqué el timbre una tarde de noviembre, de esas donde el calor cae como un ladrillo, y Jacinto —sí, así se presentó— me abrió la puerta con una sonrisa amable, desalineado y con olor a libro viejo.

Pasé. El altillo, al que subimos por cortesía, estaba deshabitado. Polvo, telarañas, una silla sin patas. Un escenario perfecto para alimentar chismes, pero sin alma.

—El altillo es para que la gente hable —me dijo, mientras bajábamos los crujientes escalones hacia abajo—. El sótano, en cambio, es para que yo viva.

Lo que encontré ahí fue otro mundo. Bajo tierra, Jacinto había construido su universo. Un laberinto de estantes con libros de entomología, frascos de vidrio con pequeños hongos que titilaban en la oscuridad, dibujos de alas de mariposas pegados en la pared, una mesa de trabajo con poemas escritos en sobres viejos. Había plantas que no sabría nombrar, una lámpara hecha con trozos de paraguas, y una radio que emitía únicamente estática.

—Estudio el vuelo de los insectos —dijo como quien revela un oficio sagrado—. Y de vez en cuando escribo poemas que ni yo entiendo. El silencio me ayuda a pensar… y no me gusta mucho el cielo. Todos lo miran y nadie lo entiende. En cambio, el suelo… el suelo guarda secretos.

Me ofreció café. Era terrible, pero lo tomé igual.

Charlamos horas. Jacinto no era un loco, o al menos no más loco que cualquiera de nosotros. Hablaba con lucidez y ternura, con un ritmo extraño, como si pensara en espiral. Me habló de la ciudad y sus ruidos como si fueran una peste, de las expectativas que lo cansaban, de lo fácil que era para la gente mirar hacia arriba sin ver nada, mientras la vida —la verdadera, la secreta— germinaba a ras del suelo.

—¿Por qué todos quieren vivir arriba, si abajo está más fresco? —preguntó, como al pasar—. Lo de loco del altillo me lo inventaron ellos. Yo solo dejé la ventana abierta con trastos para que no me vinieran a molestar.

Esa fue la primera y última vez que estuve en su sótano.

Al poco tiempo, me mudé. Pero algo cambió. Cada vez que escucho a alguien hablar de locos, pienso en Jacinto. En su lámpara de paraguas, en su mundo callado, en su refugio bajo tierra donde todo tenía otro ritmo. Donde no hacía falta demostrar nada.

Y a veces, cuando camino por calles ruidosas o subo a azoteas con pretensión de horizonte, me acuerdo de sus palabras:

“La gente siempre mira hacia arriba para ver las estrellas, pero la verdadera paz, o la verdadera locura, a veces está bien escondida bajo sus pies.”

CAMACA

 

Nota: La historia, los recuerdos, la ambientación, son del año 1974 en Buenos Aires, del nombre verdadero del protagonista no me acuerdo, pero empezaba con Jota. La historia recién la escribí en el año 2022, en aquellos días de la pandemia. Dicen que las historias no se explican, tampoco los poemas o las canciones, las explicaciones las encuentran lectores y oyentes, pero a veces tengo algo de altillo y crujido de sótano…

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