En 1841, el joven Charles Baudelaire, conocido por su rebeldía y su amor por la bohemia parisina, fue embarcado a la fuerza en un barco con destino a la India. Su padrastro, el coronel Jacques Aupick, esperaba que el viaje lo alejara de las malas compañías y lo pusiera en el camino del trabajo honrado. Pero Baudelaire no era de los que seguían órdenes sin más. Apenas el barco llegó a la isla de Mauricio, decidió que ya había tenido suficiente de aventuras marítimas y se negó a continuar. Convenció al capitán para que lo dejara allí y, después de un tiempo en la isla, regresó a Francia. Eso sí, no volvió con las manos vacías: el viaje, aunque corto, dejó una profunda huella en su imaginación, inspirando algunos de los poemas más exóticos y sensuales de Las flores del mal.
Lo curioso es que, a pesar de su resistencia al viaje, Baudelaire siempre recordaría esa experiencia como un momento crucial en su vida. Las imágenes de los paisajes tropicales, los colores vibrantes y las sensaciones nuevas se filtraron en su obra, dándole un toque de misterio y lejanía que lo distinguiría de otros poetas de su época. Aunque su padrastro seguramente no quedó satisfecho con el resultado, el viaje forzado terminó siendo, irónicamente, una de las mejores cosas que le pudo pasar a Baudelaire como artista. Al final, la rebeldía siempre fue su mejor brújula.