InicioActualidadLA PASTILLA DEL ABUELO (Antes que quede una silla vacía)

LA PASTILLA DEL ABUELO (Antes que quede una silla vacía)

 

 

 

Todo comenzó en una reunión familiar, de esas que se arman antes de las fiestas, cuando el calor aprieta, los nervios también, y la Fiesta de Año Nuevo empieza a pesar más que a brillar.

—¿Y mañana qué hacemos con el abuelo? —preguntó Raúl, sin levantar mucho la vista, como si la pregunta fuera una molestia más sobre la mesa.

El silencio se estiró unos segundos. Fue Servando, el mayor de los hermanos, el que tomó la palabra. Siempre lo hacía. Era el que “resolvía”.

—Yo estuve averiguando… hay una guardería para la tercera edad, una especie de asilo privado. No es caro. El primero de tarde o el dos de mañana lo pasamos a buscar y lo llevamos a su casa. Así está cuidado, tranquilo.

Isabel dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco.

—Ah, no —dijo—. Nosotros lo cuidamos en Navidad. Pasó la Nochebuena con nosotros, el 25 también. Alguna vez háganse cargo ustedes.

Servando suspiró, como quien carga una cruz ajena.

—Justamente por eso. Nosotros no podemos. En esas casas están preparados, hay gente de su edad, enfermeros, atención. No es abandono, es organización.

—¿Y por qué no quieren que papá pase con ustedes? —insistió Isabel—. Si no molesta… Los gurises lo adoran. Les cuenta cuentos, les da caramelos, les canta. Es el abuelo.

—Vos sabés cómo es esto —intervino otro—. Se marea, le sube la presión, hay que cambiarlo, hacerle la comida especial porque ya no mastica bien. En plena fiesta hay que acostarlo, darle los remedios, hacerle una cama en el cuarto de los chicos… No es changa.

Ahí fue cuando habló el nieto. El mayor. El que siempre escuchaba más de lo que hablaba.

—El abuelo es un pan de Dios —dijo, con voz firme—. Y si ustedes no lo quieren cuidar, nosotros sí. Los nietos. Ustedes solo piensan en ustedes.

Un murmullo recorrió la mesa.

—Mirá vos con lo que sale este…

—No, tío —respondió—. No es salir. Es ver. Ustedes se olvidaron de todo lo que hizo por ustedes. Nunca les faltó un plato de comida, ni un abrazo, ni un consejo. Y ahora lo miran como si fuera una carga.

Se levantó un poco de la silla, apoyó las manos en la mesa.

—Nosotros sí sabemos quién es el abuelo. Nos contó de su juventud, del barrio, del trabajo, de cómo se hacía un asado cuando la carne se respetaba, de la pesca, del fútbol, del amor por la abuela. Nos habló de ella hasta hace poco… de cómo la sigue esperando en sueños. Y lo poco que le queda de fuerza, nos lo da a nosotros.

El silencio ya era pesado.

—Así que sí —continuó—, ustedes váyanse a bailar, coman, tomen. Nosotros lo cuidamos.

—No seas atrevido —saltó el tío Gervasio—. ¿Qué sabés vos?

—Sé mirar —respondió el muchacho—. Y sé que usted se va al campo cada vez que puede para no estar acá. Dice que es por la estancia, pero todos sabemos que es para no ver cómo envejece su padre.

Nadie contestó.

—Mamá casi no viene a verlo —agregó otra voz joven—. Solo cuando necesita algo… y después dice que hizo un sacrificio enorme por pasar Navidad con él.

El aire se volvió espeso.

—El tío Servando siempre le llevó la contra —dijo otro—. Parece que su placer es hacer lo contrario de lo que el abuelo aconseja.

Entonces el nieto habló por última vez, despacio, con una calma que dolía más que un grito:

—Yo los quiero. Son mi familia. Pero si un día el abuelo se va… si lo velan y lloran sobre el cajón, sepan que estarán mintiendo. Porque al que se ama se lo cuida en vida. Se lo escucha. Se lo acompaña. Nosotros sabemos más de su historia que ustedes, porque él eligió contárnosla a nosotros.

Se hizo un silencio largo. Nadie miró a nadie.

—La reunión termina acá —dijo—. Nosotros nos quedamos con el abuelo. Ustedes hagan lo que quieran.

Esa noche, mientras en otras casas se armaban brindis y listas de compras, el abuelo dormía en una silla junto a la ventana. Sonreía, como si soñara. Tal vez con la abuela. Tal vez con su infancia. Tal vez con esos nietos que todavía lo miraban como lo que era: un hombre, no una carga.

Y afuera, sin saberlo, el mundo seguía corriendo, olvidando que algún día todos vamos a necesitar que alguien nos escuche… antes de que la silla quede vacía.

CAMACA

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