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Crisanto, el actor callejero que convierte la esquina en un escenario de misterio y arte

 

 

 

 

Cada tarde, en una esquina del barrio, aparece Crisanto. No tiene escenario, ni telón, ni aplausos previstos, solo su voz y un cuerpo que se transforma en múltiples personajes.

Algunos lo llaman loco, otros miran si verlo, pero nadie falta, aunque sea de lejos, a su cita. En él conviven la fragilidad y la grandeza, el desvarío y el arte, la soledad y el encuentro.

Yo hacía poco que estaba en el barrio, eran los tiempos de la pandemia, y por allí, con un tapaboca, andaba por las calles en algún mandado, en algún trabajo y rumbo a la parada del ómnibus, el línea 6 que pasaba cada cincuenta minutos por la parada más cercana de mi casa. Fue a dos luces mi primer encuentro, iba para el almacén de Rosario, en la punta de las viviendas cuando vi a ese muchacho, hablando, gesticulando, moviéndose de un lado a otro. Al principio no le presté mucha atención, pero fue mi espera en el almacén que alguien dijo…

– Quién sabe qué obra interpreta hoy nuestro actor…

Alguien comentó algo más y me fui sabiendo que el joven no hablaba sólo, estaba interpretando una obra, un parlamento que lo llevaba a cambiar de postura, de voces, de movimiento, con una soltura, una plasticidad, que muchos actores profesionales le envidiarían..

Me fui interesando en su persona, y supe que a menudo andaba, en una cuadra o en otra del barrio, parlamentando como si fuera un teatro, el teatro de la esquina.

Cinco años pasaron de aquella primera vez, pero, el actor alza vuelo en sus parlamentos, cada día, como si fuera la fuente eterna de la dramaturgia.

Nadie sabe con certeza dónde vive, unos dicen que es del barrio Víctor Lima, otro, del barrio Independencia, del Fátima, y hay otros que creen que es del Arralde. En realidad, poco importa saberlo, porque parece haber adoptado al Villa España como lugar de sus expresiones artísticas o a lo mejor recorre todos esos barrios, y nosotros no lo sabemos…

EL HOMBRE QUE HACE DE LA CALLE UN TEATRO

Supe entonces que en el barrio, entre el ruido del tránsito y el murmullo de los transeúntes, hay una esquina que guarda un ritual. Allí, como si se tratara de un rito pagano, surge la figura de Crisanto: un actor sin marquesina, sin bambalinas, sin libreto. Su escenario es el asfalto, su telón el horizonte urbano, su público la multitud anónima que se detiene —aunque sea un instante— a escucharlo.

Su presencia divide, algunos lo consideran un loco, un hombre extraviado en su propio laberinto, otros, en cambio, lo reconocen como un artista de lo inesperado, alguien capaz de dotar de belleza a lo cotidiano. La paradoja es clara, mientras unos lo juzgan, todos vuelven a la esquina o a las esquinas porque cambia constantemente, un día por Córdoba, otro por 6 de Abril, por Juncal, Charrúa, Guaraní, hasta por Gutierrez Ruíz y Paraguay (avenida Enrique Amorim).

ENTRE VOCES Y GESTOS

La voz de Crisanto no es una, sino muchas. Un día encarna al héroe desgarrado de una tragedia griega, otro a la furia contenida de Shakespeare, al siguiente se convierte en un filósofo íntimo que habla como si discutiera con su propia sombra. Sus manos acompañan cada palabra: se alzan, se crispan, se encogen; su cuerpo se encorva bajo un peso invisible o se eleva como si reclamara al cielo.

Nadie sabe si esos parlamentos son fragmentos de obras clásicas, recuerdos de lecturas pasadas, invenciones propias o simples desvaríos. Ese misterio —el origen de sus palabras— es parte de su magnetismo.

LA BIOGRAFÍA SECRETA

En el barrio se murmura que Crisanto pudo haber sido un actor frustrado, un estudiante de artes escénicas que abandonó su vocación y ahora revive, a su modo, los papeles que alguna vez soñó interpretar. Otros lo imaginan como un intelectual solitario, un profesor caído en desgracia, un hombre que convirtió la calle en cátedra improvisada. También circula la versión más dura: la de una tragedia personal, una pérdida que lo empujó fuera de la vida convencional y lo llevó a encontrar en la esquina su refugio.

El silencio que lo rodea no es indiferencia, sino respeto. Nadie osa romper la barrera invisible que lo separa de los demás: ni un aplauso, ni un acercamiento. Se entiende, casi instintivamente, que Crisanto no busca reconocimiento. Solo necesita un espacio para exorcizar su dolor, y el barrio, en su sabiduría colectiva, se lo concede.

 

EL EGNIMA DE SU LOCURA

¿Está loco Crisanto? La pregunta se repite, pero quizás sea la menos importante. Porque en su aparente locura late una verdad más honda: la de un hombre que encontró en la esquina una forma de existir, un modo de seguir hablando cuando el mundo no quiso escucharlo más. En su voz fragmentada y múltiple, en su teatro improvisado, hay algo que interpela a quienes lo miran.

Y así, cada día, cuando Crisanto se planta en el centro de su improvisada escena, el tiempo parece detenerse. El barrio entero se refleja en él, en su fragilidad y en su fuerza, en su desorden y en su arte. Si el barrio fuera a pagar sus actuaciones, Crisanto sería un hombre rico. Si el barrio fuera aplaudir sus mágicas interpretaciones, Crisanto sería un hombre muy feliz. Si el barrio le diera refugio, calor y amor a sus desenvolvimientos teatrales, tal vez todos seríamos más humanos, más solidarios y más digno de sus parlamentos.

Tal vez sean exageraciones mías, visiones o las alas de un relato que puebla más mi imaginación que el hecho real, lo cierto que el actor existe y anda por el barrio…

Crisanto no es solo un personaje urbano. Es un espejo donde se cruzan el dolor y la belleza, la soledad y la esperanza. En su teatro sin paredes nos recuerda que, en lo profundo, todos somos actores buscando un escenario donde ser escuchados. Una flor de oro floreciendo en el asfalto: eso es Crisanto. Y aunque pocos conozcan su nombre, nadie olvida sus esquinas.

CAMACA

 

Nota original fue publicada en Diario El Pueblo en setiembre 2025

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