



Hubo un tiempo en que el galope de los caballos no era solo sonido de campo, sino música de pueblo. Un tiempo en que las aparcerías eran más que agrupaciones rurales, eran custodias de una tradición hecha carne en desfiles patrios, marchas criollas, jineteadas y campereadas. Un tiempo en que la cultura viva se vestía de bombacha, pañuelo y alpargata. Pero más que un vestir era un sentir, la tradición no es una moda, es un sentimiento.
Entre marchas, criollas y desfiles patrios, las aparcerías salteñas fueron durante décadas el corazón latiente del acervo popular. En 2011, el GATS reunió ese espíritu colectivo junto al río Uruguay, sembrando fiestas, domas y payadas bajo la sombra del Vaimacá Pirú. Pero el pulso se apagó. Hoy, mientras la tradición busca nuevos caminos, la pregunta persiste: ¿cómo volver a encender la llama sin perder el alma?.
Y ENTONCES, NACE EL GATS
En diciembre de 2011, en un intento de organizar y proyectar ese legado, nace el Grupo de Apoyo a la Tradición Salteña (GATS). La creación de un estatuto, la reunión de unas 25 aparcerías, y un lugar icónico: el Parque Vaimacá Pirú, a orillas del río Uruguay. Allí florecieron festivales, fogones, ruedas de payadores, domas,, competencias criollas y la música que vibra en los llanos y cerros del litoral. Muchos festivales con artistas nacionales en las noches, muchos ruedos por las mañanas y las tardes, mucha sociabilidad a toda hora.
Durante un puñado de años, el GATS encendió el alma de Salto con miles de asistentes participando activamente. El ruedo se volvió santuario. La tradición, celebración. Pero, desde 2015, el entusiasmo empezó a mermar. Las razones son múltiples y complejas: cambios sociales, falta de apoyos, fragmentación de los grupos, y quizá una desconexión creciente entre la vida rural y la urbana. Hubo un breve resurgir en 2023, pero fue apenas un eco de aquellos días.
Hoy, a la ausencia de las aparcerias, (en realidad, están por allí, dormidas) se suma la desaparición de festivales criollos, domas y fiestas populares, de esas que movilizaban multitudes, la pregunta resuena:
¿Cómo reconstruir sin falsificar? ¿Cómo reanimar una identidad sin convertirla en folclore de museo?
Los viejos aparceros, algunos ya muy mayores, otros dispersos, conservan una memoria cargada de anécdotas, símbolos y pertenencia. Y entre los más jóvenes, aún vibra cierta nostalgia por lo poco vivido pero sí, más heredado. Hay voluntad. Pero falta un rumbo claro.
Tal vez el desafío no sea solo rescatar lo que fue, sino reinterpretar lo que puede ser la tradición en el siglo XXI. No como réplica congelada, sino como impulso creativo: un puente entre el pasado que nos formó y el presente que nos invita.
Porque las aparcerías no son solo gauchos en desfile. Son la raíz que nos recuerda que, en algún rincón del alma colectiva, aún suena la guitarra bajo la luna, aún hay jineteadas en la memoria y aún galopa la esperanza.
Una vez escribí una nota sobre el tema, y unos versos que leímos por ahí, fue cuando un hombre de campo, fornido, bien plantado, luego de eso, se acercó, con su sombrero en la mano, y me dijo: “Gracias por esa pintura tan rica y emotiva. Con todo ese caudal de sentir criollo, de calor humano de sus palabras, me enorgullece ser parte de las familias del campo, y ese espíritu comunitario que se respira todavía”.
Los aparceros llegaban con sus distintivos que identificaban a sus aparcerias, familias enteras: abuelos, nietos, tíos, vecinos. Levantaban el rancho con troncos, con ilusión y barro. La gurisada retozaba entre los sauces, los perros les seguían el paso, y las mujeres hacían torta frita en la brasa mientras que los varones se destacaban con un guiso carrero que se cocinaba lento, como todo lo que vale.
El asado con cuero crepitaba entre mates y cuentos. Cordero a las brasas, alguna milonga al fondo. Y sobre todo, mucha risa, mucha amistad, muchas ganas. Las aparcerías eran refugio de algo más grande que el premio o el desfile: eran identidad compartida, memoria en presente.
Sí, había competencia. Pero era juego noble: el mejor rancho, el mejor fogón, la mejor china, el gaucho más elegante. A cada rancho llegaban cantores, músicos, guitarreros que sabían armar el baile como quien arma un sueño. Y cuando el festival comenzaba, no había división: todas las familias iban a participar, todas eran una sola tradición latiendo fuerte.
Pasó el tiempo se apagaron los fogones muchos ranchos se cayeron o se los llevó alguna de las tantas crecientes que se metían por entre el monte y lo estragaba todo. Sin embargo, en más de un alma del litoral aún persiste la nostalgia —y quizás la voluntad— de volver. Volver no para repetir lo mismo, sino para recrear desde el mismo corazón. Porque la tradición, cuando es auténtica, no muere: duerme. Y acaso esté esperando que alguien, con un rasgueo de guitarra y un mate en la mano, la despierte.
Sería lindo volver a palpitar las tradiciones, volver a ver relucir a los ranchos de vara y barro, donde se contaban historias al calor del fuego. Los gurises corrían descalzos entre los sauces y el monte criollo del Vaimacá Pirú, las mujeres amasando tortas fritas o para empanadas criollas. El cordero a las brasas, el asado con cuero, la risa franca del paisano, el baile improvisado bajo la luna, y los cantores arrimando versos al alma.
Todo eso sucedía cuando las aparcerías salteñas se juntaban no solo para competir, sino para vivir la tradición como una fiesta compartida.
Y recordar que en 2013, cada festival mensual convocaba entre 1500 y 2000 personas. Todo el parque cobraba vida: ranchos, fogones, espectáculos musicales, concursos de la mejor china y el mejor gaucho. Pero lo más importante era lo que no se medía: la amistad, el esfuerzo compartido, el orgullo de pertenecer.
El Museo Histórico y de la Tradición fue puesto a disposición del GATS por la Dirección de Cultura en 2012, y desde allí se impulsaron talleres, cursos, concursos, actividades, además de un ambicioso proyecto de recuperación patrimonial y cultural. Entre los logros más notables se encuentran la mejora del Parque Vaimacá, la instalación de piquetes para caballadas, baños, escenario, iluminación, acceso a agua potable, y la constante coordinación con la Intendencia para asegurar seguros, logística y apoyo a los eventos de los aparceros. En 2015 hubo un último envión. Luego, el silencio.
Hoy sabemos con certeza que el alma de la tradición está viva, necesita tierra fértil y tiempo para volver a florecer.
OFELIA, UN MOJÓN
Compartiendo las actividades del Parque Vaimaca Piru estaban Los Amigos del Patrimonio, con la Prof Ofelia Piegas a la cabeza, y año a año cuando diciembre se iba tiempo arriba se realizaba la Recreación de la Redota el GATS contribuía con la caballada y los jinetes para los desfiles, y hacia platea para los espectáculos en esos fogones artiguistas que hacia tan feliz a Ofelia. Se vivían jornadas gloriosas, de esa que hinchan el pecho, por tratarse de las cosas nuestras.
ANDRÉS, EL JINETE QUE VINO DE PAYSANDÚ
En todo lo que hizo el GATS, en tanto años, un recuerdo muy especial para Andrés Elhordoy Cabrera, un jinete que vino de Paysandú y se transformó en el alma mater del movimiento de los aparcero Fue Presidente del GATS, impulsor de las tradiciones, reconocido a nivel nacional e internacional, cada año lo invitaban desde Brasil y Argentina para encuentros de quienes cultivaban las tradiciones, y siempre decía presente llevando los símbolo del GATS en esas instancias.
Y LO DECIMOS OTRA VEZ…
No se trata solo de gauchos y caballos. Se trata de comunidad. De identidad. De un modo de estar en el mundo. Y mientras haya una guitarra dispuesta, una historia por contar, o una niña que sueñe con ser china en su rancho, la llama criolla no habrá muerto, solo espera ser encendida.
CAMACA
LA NOTA ORIGINAL FUE PUEBLICADA EN DIARIO EL PUEBLO EN JUNIO 2025

