



Un día las viejas consignas quedaron en un rincón. Los libros, las canciones, ya nada fue igual. Los viejos camaradas ya no iban a la cita. Las banderas arrolladas, los panfletos amarillentos…
Las recetas de los médicos tenían más valor que las propuestas de los compañeros. La tele le ganaba a la lectura, los reality shows a las obras de teatro.
Afuera, los de infames voces, seguían prometiendo, agitaban los colores y primaveras lejanas, pero no veían el invierno nuestro, el de los de a pie. Los que no creíamos las patrañas usureras de los que un día levantaron las banderas y se las llevaron para su casa, para el banco, para el auto y para la estancia. Los que se burlaban por la 4×4, los que decían que nos defendían, un día tiraron a la basura los principios, la educación, la salud, la economía, se disfrazaron un 31 de octubre y nos entregaron un espectáculo sin redención.
Nosotros solo pedimos una oportunidad, quisimos hacer algo en favor del mundo. No ambicionamos fortuna propia, solo alegrías ajenas y justicia social para todos al fin y al cabo… ¿Tan errados estábamos?
Fue cuando del tiempo, y del fondo de su pecho, vino la voz. No era solo la de Pablo Milanés, que nos vamos poniendo viejos, sino un murmullo interno, una porfía obstinada. Sí, sus apóstoles se habían ido. Habían sido hombres de tierra y no de espíritu, traicionando la promesa por el brillo del dinero. Pero él no era como ellos. Sentado en su rincón, un hombre solo contra la marea del hastío y la traición, sintió el último aliento de aire que le quedaba; ese soplo precioso que le daba su vieja y terca humanidad.
Y en ese pequeño espacio, en esa breve bocanada de vida, sintió que aún podía predicar. Se levantó con la pesadez de los años, pero con la fe intacta del primer día. La causa no había muerto; solo se había mudado. Ahora residía, por completo, dentro de él. Su voluntad inquebrantable no era ya el grito en la plaza, sino la paciencia de seguir siendo justo, la decencia de tratar con bondad al vecino y la obstinación de contar, a quien quisiera escuchar, las viejas historias, aquellas de la justicia que sí era posible.
El púlpito era su pequeña mesa de la cocina; su panfleto, la palabra dicha con honestidad. Con el último aliento que le daba su vieja persistencia, ese que le recordaba que seguía vivo y que el amor era la única verdad que no se corrompe, sabía que mientras él respirara, las buenas nuevas no serían derrotadas.
CAMACA

