En Corral del Ciervo, el callejón que desemboca, en el arroyo del Santiguao, tiene mala fama, muchos ramos de flores y velas derretidas.
Es una historia vieja, del tiempo de nuestros padres que conociamos de oidas, cuando cansados de otros cuentos, los viejos comenzaban a relatar, entre mates amargos y brasas apagadas, lo que había pasado aquella noche de luna mala, cuando la hija del boticario —una muchacha de ojos tristes y vestidos de domingo— fue vista por última vez bajando por ese callejón, rumbo al arroyo.
Decían que iba con una carta en la mano, y que la esperaba alguien. Pero nunca se supo quién. Solo que al día siguiente, un perro apareció aullando con un pedazo de tela ensangrentada en la boca. Desde entonces, cada tanto, alguien deja un ramo de flores marchitas o una vela encendida, como si la muchacha pudiera volver, o como si aún alguien esperara su regreso.
Los viejos aseguraban que, si uno pasa por ahí después de la medianoche, puede escuchar el rumor de pasos sobre el pasto húmedo, y un murmullo como de alguien que repite un nombre. Algunos juraron que vieron una figura blanca, apenas una silueta, asomarse desde la orilla del Santiguao, y otros —menos dados a los cuentos— simplemente se santiguan al pasar, por si acaso.
Nosotros, de chicos, desafiábamos al miedo con bravatas, pero nadie aguantaba más de un minuto bajo la sombra de los sauces, donde el viento sopla distinto y el silencio parece esperar algo.
Y esa es la historia que heredamos, la que nadie termina de contar del todo, como si decirlo completo fuera convocar algo. Por eso los viejos se callaban de golpe, miraban al fuego, y cambiaban de tema con cualquier excusa.
Pero todos sabíamos que algo había pasado ahí. Y que todavía, en el fondo del agua, quizás no duerme la historia… sino quien la guarda.
CAMACA