La partida de José Mujica nos deja un vacío enorme. Para quienes vivimos fuera del país, la distancia se vuelve más aguda en estos momentos. Como emigrante, uno aprende que la patria se siente con más fuerza en el corazón cada vez que algo sacude sus raíces. Y lo de Mujica no fue solo una noticia: fue como si un trozo de Uruguay se hubiera apagado.
Pepe no fue solo un político. Fue un símbolo universal de humildad, de libertad auténtica, de coherencia y desapego. Su mensaje sencillo, pero poderoso, caló en el mundo entero. Por eso, como uruguayo, siento que Mujica fue —y será— uno de los referentes más importante que el país ha tenido ante la humanidad.
Pero en medio del respeto y el dolor, no puedo dejar de expresar una tristeza: la imagen de su cortejo fúnebre sin el predominio de nuestra bandera nacional, y en cambio con símbolos partidarios, me dejó una sensación amarga. Fue una oportunidad perdida. Una oportunidad para decirle al mundo que cuando alguien como Pepe parte, nos unimos bajo el celeste y el sol, no bajo banderas que dividen.
Porque Mujica era más grande que un partido. Porque él mismo pidió no teñir su despedida de símbolos partidarios. Porque su legado no fue de fracción, sino de Nación. El camino que él merecía era uno flanqueado por banderas uruguayas, porque su patria era Uruguay, no un color político.
Aún así, creo que esta omisión puede abrir paso a una reflexión colectiva. La bandera nos pertenece a todos. Y debe estar siempre presente cuando se trata de homenajear a quienes encarnan lo mejor de nuestro pueblo. Más allá de banderías, la celeste es el símbolo que nos une, el que llevamos tatuado aunque vivamos lejos.
Hoy, desde Guayaquil, lo despido con el corazón en la mano. Gracias, viejo querido. Tu mensaje vivirá en nosotros. Y ojalá tu partida nos inspire a mirar más alto, por encima de las diferencias, y entender que la patria va primero. Siempre.
NESTOR HUGO BALBUENA